domingo, 28 de mayo de 2017

La misericordia.

         

¿Por qué debemos perdonar y hasta donde nos hace bien hacerlo desde el corazón?
 Porque el rencor  y el odio son como el ácido, que destruye hasta el recipiente que lo contiene.
 Desgraciadamente, los seres humanos tenemos baja tolerancia al perdón. Deberíamos poner en práctica todos los días de nuestras vidas, la acción de perdonar a nuestros deudores, para que así el Padre tenga misericordia de nosotros y perdone nuestras deudas.
¿Cuantas veces usted ha suplicado a alguien que le perdone y le ha perdonado?
Tal vez han sido muchas, ¿verdad? Es que a los seres humanos nos gusta que tengan misericordia para con nosotros por nuestras malas acciones, pero nos cuesta el doble ser misericordioso con los demás.
 Es bueno destacar el pasaje bíblico donde Pedro, uno de los discípulos de Jesús le pregunta:
“Señor, ¿cuantas veces perdonaré  a un hermano que peque contra mí?  ¿Hasta siete?”
A lo que Jesús respondió: “no digo hasta siete, sino aún hasta setenta veces siete” (Mateo 18: 21, 22).
Creo que el mensaje de Jesús es fuerte y claro, válido no solo para los cristianos, sino también para aquellas personas que pretendan entrenar la misericordia como escudo contra  los desmanes del ego.
Y en el caso particular de los cristianos, debería ser una acción a cumplir hasta el último día de nuestras vidas, aunque a veces lo olvidamos y terminamos haciendo lo contrario.
Nos congregamos de acuerdo a la fe cristiana que profesamos; escudriñamos en la Palabra hasta la saciedad….Damos, y escuchamos sermones “acerca de”
Pero casi nunca  cumplimos con lo que dice la Palabra acerca de la misericordia. Dejamos siempre que el ego hable más alto, y a veces nos cuesta trabajo perdonar hasta nuestros hermanos en la fe. ¡ Que podrían esperar entonces aquellos que no lo son!.
Cuando Jesús estaba a punto de morir agonizando en la cruz, alcanzó a decir: “Padre perdónalos, pues ellos no saben lo que hacen”.  En ese instante, Jesús estaba clamando por la misericordia de su padre para con sus verdugos; no existe un ejemplo de amor más evidente, que pudiera describir la misericordia que sentía Jesús  hacia el prójimo.
Pero quizás usted piense: ¡Ese era Jesús, pero yo me llamo fulano (a) de tal!…
 Bueno, no importa cuál sea su nombre. Solo le digo que practicar el perdón es un acto de amor no solo hacia el prójimo, sino hacia nosotros mismos, porque cuando usted entrega, recibe y ese intercambio se convierte en un bumerán.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzaran misericordia. (Mateo 5 : 7 )









Carmen Tamara

¿Cuánto necesito para ser feliz?

                
Viene a mi mente un fragmento de una vieja canción que decía algo así:

 “Soy feliz porque nada tengo, soy feliz con la luz del sol,
  con el viento que me acaricia, con la gente a mi alrededor.
  Cuando siento que en este mundo, nada puede hacerme cambiar,
  soy feliz por sentirme libre, por vivir cada día más…”

Sería genial que en el siglo XXI nos fuera posible poner en práctica aunque sea una oración del fragmento antes citado, para añadirle una nota más al diapasón de elementos que pudieran conformar la felicidad de cualquier individuo.
Pero lamentablemente no es así; no basta con tener el sol que nos calienta cuando tenemos frio, ni el viento que nos refresca cuando sentimos calor, ni darle gracias a Dios por vivir un día más.
En fin, esos pequeños detalles los pasamos por alto ante la necesidad imperiosa de trabajar como esclavos para hacerle el juego al consumismo, como si fuéramos a vivir para siempre. Yo quiero compartir con ustedes una fábula, que  quizás ya muchos  la conocen, pero creo que ilustra a la perfección lo antes planteado:

                   El círculo del noventa y nueve

Un rey muy triste tenía un sirviente que se mostraba siempre pleno y feliz. Todas las
mañanas, cuando le llevaba el desayuno, lo despertaba tarareando alegres canciones de juglares. Siempre había una sonrisa en su cara, y su actitud hacia la vida era serena y alegre.
Un día el rey lo mandó llamar y le preguntó:

 -Paje, ¿cuál es el secreto?
-¿Qué secreto, Majestad?
-¿Cuál es el secreto de tu alegría?
-No hay ningún secreto, Alteza.
-No me mientas. He mandado cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.
-Majestad, no tengo razones para estar triste. Su Alteza me honra permitiéndome atenderlo.
Tengo a mi esposa y a mis hijos viviendo en la casa que la corte nos ha asignado, estamos vestidos y alimentados, y además Su Alteza me premia de vez en cuando con algunas monedas que nos permiten darnos pequeños gustos. ¿Cómo no estar feliz?
-Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar --dijo el rey- Nadie puede ser feliz por esas razones que has dado.
El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación. El rey estaba furioso, no conseguía explicarse cómo el paje vivía feliz así, vistiendo ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le preguntó:
-¿Por qué él es feliz?
-Majestad, lo que sucede es que él está por fuera del círculo.
-¿Fuera del círculo? ¿Y eso es lo que lo hace feliz?
-No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.
-A ver si entiendo: ¿estar en el círculo lo hace infeliz? ¿Y cómo salió de él?
-Es que nunca entró.
-¿Qué círculo es ese?
-El círculo del noventa y nueve.
-Verdaderamente no entiendo nada.
-La única manera para que entendiera sería mostrárselo con hechos.
-¿Cómo?
- Haciendo entrar al paje en el círculo. Aunque nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo, si le damos la oportunidad, entrará por sí mismo.
-¿Pero no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?
-Si se dará cuenta, pero no lo podrá evitar.
-¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo y de todos modos lo hará?
-Tal cual, Majestad. Si usted está dispuesto a perder un excelente sirviente para entender la estructura del círculo, lo haremos. Esta noche pasaré a buscarlo. Debe tener preparada una bolsa de cuero con noventa y nueve monedas de oro.
Así fue El sabio fue a buscar al rey y juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. El sabio guardó en la bolsa un papel que decía: "Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no le cuentes a nadie cómo lo encontraste".
Cuando el paje salió por la mañana, el sabio y el rey lo estaban espiando. El sirviente leyó la nota, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció. La apretó contra el pecho, miró hacia todos lados y cerró la puerta.
El rey y el sabio se acercaron a la ventana para ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa, dejando sólo una vela y había vaciado el contenido de la bolsa.
Sus ojos no podían creer lo que veían: ¡una montaña de monedas de oro! El paje las tocaba las amontonaba y las alumbraba con la vela. Las juntaba y desparramaba, jugaba con ellas...
Así, empezó a hacer pilas de diez monedas. Una pila de diez, dos pilas de diez, tres, cuatro, cinco pilas de diez... hasta que formó la última pila: ¡nueve monedas! Su mirada recorrió la mesa primero, luego el piso y finalmente la bolsa.
"No puede ser", pensó. Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja.
"Me robaron -gritó-, me robaron, ¡malditos!” Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas. Corrió los muebles, pero no encontró nada. Sobre la mesa como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había noventa y nueve monedas de oro.
"Es mucho dinero -pensó- pero me falta una moneda. Noventa y nueve no
es un número completo. Cien es un número completo, pero noventa y nueve no”.
El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, tenía el ceño fruncido y los rasgos tensos, los ojos se veían pequeños y la boca mostraba un horrible rictus.
El sirviente guardó las monedas y mirando para todos lados con el fin de cerciorarse
de que nadie lo viera, escondió la bolsa entre la leña. Tomó papel y pluma y se sentó a
hacer cálculos. ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar para comprar su moneda número cien?
Hablaba solo en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla; después, quizás no necesitaría trabajar más. Con cien monedas de oro un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas de oro un hombre es rico. Con cien monedas de oro se puede vivir tranquilo.
Si trabajaba y ahorraba, en once o doce años juntaría lo necesario. Hizo cuentas: sumando su salario y el de su esposa, reuniría el dinero en siete años. ¡Era demasiado tiempo!
Pero, ¿para qué tanta ropa de invierno?, ¿para qué más de un par de zapatos? En cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.
El rey y el sabio volvieron al palacio.
El paje había entrado en el círculo del noventa y nueve. Durante los meses siguientes,
continuó con sus planes de ahorro. Una mañana entró a la alcoba real golpeando las puertas y refunfuñando.
-¿Qué te pasa? -le preguntó el rey de buen modo.
-Nada -contestó el otro.
-No hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.
-Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría Su Alteza, que fuera también su bufón y juglar?
No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.


La mayoría de nosotros hemos sido educados en esta psicología: siempre nos falta algo para estar completos y sólo entonces podremos gozar de lo que tenemos: siempre nos faltan "cinco centavos para el peso".
Nos enseñaron que la felicidad deberá esperar a completar lo que falta. Y como siempre nos falta algo, la idea retoma el comienzo y nunca podemos gozar de la vida.
Otra cosa sería si nos diéramos cuenta así de golpe, de que nuestras noventa y nueve
monedas son el cien por ciento de nuestra fortuna, de que no nos falta nada, de que nadie se quedó con lo nuestro.
Es sólo una trampa, una zanahoria puesta frente a nosotros para que por codicia, arrastremos el carro, cansados, malhumorados, infelices o resignados.
Un engaño para que nunca dejemos de empujar, sin ver los enormes tesoros que tenemos alrededor, aquí y ahora.
Añoramos lo que nos falta y dejamos de disfrutar de lo que tenemos. Viva el  presente,  siempre es hoy…








Carmen Tamara